La credibilidad de todo juez depende de la confianza pública de que resolverá los asuntos de acuerdo a la ley, sin influencias políticas o de otra índole. Y debe haber mujeres en el máximo tribunal.
Por: RICARDO GIL LAVEDRA
Las propuestas de candidaturas que ha efectuado el Gobierno para integrar la Corte Suprema de Justicia de la Nación han suscitado intensas controversias, aún antes que se iniciara el procedimiento establecido en el decreto 222/2003.
El primer aspecto a analizar en una designación tan relevante, a mi juicio, es que se satisfaga un principio básico de una sociedad democrática: no discriminación.
Como la mujer ha sido discriminada durante siglos, convenciones internacionales y constitucionales han establecido la necesidad de asegurar la igualdad en el acceso de la mujer a las mas altas funciones públicas. Nuestra propia Constitución Nacional transita ese camino (art. 37 y 75 inciso 23).
Esta tendencia se está consolidando en el mundo. Para citar un par de ejemplos, la Suprema Corte de los Estados Unidos que constituyó el modelo de creación de la nuestra, y que es mencionada recurrentemente como ejemplo a seguir, no tuvo mujeres hasta 1980 pero, desde esa fecha, se han designado seis y actualmente hay cuatro juezas mujeres de un total de nueve miembros, designadas tanto por gobiernos republicanos como demócratas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene siete miembros y tres de ellos son mujeres, incluso una de ellas actualmente la preside.
Que la Argentina tenga ahora una Corte Suprema integrada exclusivamente por hombres representa un notable déficit democrático y una inaceptable involución a los avances que ha realizado hasta ahora el país en procura de la igualdad, a través de la sanción de diversas leyes que así lo establecen.
Desde ya, esto no se vincula con el requisito de la idoneidad, exigencia ineludible para cualquier función pública (art. 16 de la Constitución Nacional), porque hay numerosas mujeres de brillante desempeño profesional y académico en condiciones de satisfacer ese extremo.
El otro aspecto que ha despertado críticas y sospechas, son los antecedentes de uno de los candidatos en cuanto a su desempeño anterior y a la presunta intención del Gobierno y de la oposición mayoritaria de tener una Corte Suprema que facilite los intereses de cada una.
Sin dejar de señalar que detrás de estos cuestionamientos hay una “naturalización” de que la cuestión del género es una cosa menor, que no tiene mayor relevancia de que sea hombre o mujer, lo cierto es que la naturaleza de las objeciones descarta la conveniencia de la nominación.
La credibilidad de todo juez depende de la confianza pública de que resolverá los asuntos de acuerdo a la ley, sin influencias políticas o de otra índole. Con mayor razón cuando se trate nada menos que de un integrante de la Corte Suprema en cuyas manos se encuentra la última defensa de los derechos de todos y la supremacía de la Constitución frente a los excesos del gobierno.
Una designación de alguien sospechado de no tener antecedentes irreprochables y de ser parte de una maniobra política para tener una Corte “adicta”, sería muy malo para el país, para la Justicia, para la Corte Suprema y para el propio interesado, pues todas sus decisiones se encontrarían bajo el manto de la suspicacia.
En estos momentos de cambios profundos e incertidumbre resulta de un valor estratégico que la Corte Suprema de Justicia, custodio del estado de derecho, sea integrada por mujeres de antecedentes incuestionables.
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